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Aquel día de aquel año necesitaba respuestas. Acudía por segunda vez a un sitio donde encontrar algunas para llevármelas a casa y allí gestionarlas como podía.

Por supuesto, yo no se lo conté a nadie, porque hacer terapia sistémica no está bien visto por no tener respaldo científico, pero para rezar te ponen templos.

«Quizás te parezca raro, pero creo que podríamos ver qué dicen las cartas». Eso no lo vi venir. Me reí por lo inesperado, lo tomó como una negación, pero pronto vio que yo estaba allí para ver y escuchar.

«Hazle una pregunta a las cartas, no hace falta que sea en voz alta, piénsala».

Nunca sé qué preguntar ni cómo hacerlo, así que le di prioridad a lo que venía: las oposiciones de 2018. ¿Las aprobaría? ¿Sacaría plaza? Porque si las cartas me decían que no, tenía una buena excusa para despejarme y vivir un poco más de lo que te deja opositar y trabajar a la vez. Me di cuenta de que deseaba aferrarme a la certeza del sí o el no para continuar con mi vida en consecuencia de la previsión de mi futuro.

«No sé qué has preguntado, pero las cartas se ríen… y sale la muerte. No sé si esto tiene sentido para ti».

Lo tenía, pero ese sentido estaba oculto bajo miles de capas de optimismo, seguridad y alegría, que prevalecen con el ánimo de alimentar lo que tantas veces me han dicho que proyecto.

Miré las cartas y ahí estaban: un bufón cuya carcajada resonaba entre las paredes de aquella habitación de luz naranja a puerta cerrada. Una ilustración sinestésica que derrumba las teorías de quienes afirman que las imágenes no se pueden oír. Y la muerte, ese espectro con guadaña al que podría mirar a los ojos si los tuviera.

«Entiendo que te están diciendo que es una ironía que te plantées conseguir eso si te quieres morir».

Esa afirmación condicional fue un hachazo. Era la segunda vez en mi vida que alguien me hablaba tan claro sobre este asunto.

Lo que yo quería era para los vivos, pero yo no amaba la vida.

Llegó el momento y me quedé a las puertas, atormentada por las risas del bufón cuando vi los resultados que me dejaba a un muy poquito bien calculado de la meta de tantos vivos.

En los meses posteriores de aquel año hubo cambios. Llegué resoplando a un lugar que me llenó de personas, proyectos y luz.

En 2020 me aferré a la vida con quien quería vivirla conmigo dando a luz a lo más maravilloso que nos ha venido a pasar.

En 2021 me saqué la plaza.


Si por algo destaca para mí el curso 20/21 es por la mayor pérdida de la inocencia que he experimentado en la vida. No solo fue mi primer curso Covid (los últimos meses del curso anterior ya estaba de *baja por embarazo), también fue mi primer curso como madre.

La maternidad me hizo vivir los sinsabores de la incomprensión más absoluta y de las valoraciones prematuras. Así como el descubrimiento de la gran mentira de la conciliación familiar. Un término precioso, eso sí, que me dio, entre otras cosas, el que, hasta ahora, ha sido el peor horario laboral que he tenido en los 5 años que llevo en la pública.

Llegué, con la misma edad que el curso anterior, a dejar de ser de las más jóvenes de la plantilla. No solo cumpliría una cifra equis (más que otros compañeros, aunque menos que otros cuantos), es que era madre y, para muchos, ser madre es no ser otras cosas.

El permiso de maternidad me permitió maternar tranquilamente hasta los 6 meses y agradecida porque no hubieran sido menos. El fin del mismo me separó muchas horas y kilómetros de alguien de quien no me había separado nunca en su corta vida. Y lo sufrí muchísimo, desde las continuas ganas de llorar y el sentimiento de vacío, hasta los pechos congestionados por un bebé hambriento de madre que ya no quería dormir para así recuperar el tiempo que pasaba sin vernos. Odiaba la idea de pagar por que otra persona cuidara de él. No por el hecho de pagar un servicio que lo vale, sino por el hecho de necesitarlo cuando me moría de ganas de ser yo quien lo hiciera, aunque fuera agotador para mí. Y yo, madre intensa, dejaba a mi hijo atrás para irme a atender a otras personas que no necesitaban de mí, que podrían sustituirme sin mucho pesar, aunque sé que algunas llegaron a quererme.

El permiso de maternidad te permite llegar tarde, pero muy pronto. Llegaba a veces una hora más tarde como concesión y, a consecuencia, salía todos los días a última hora. Llegué en enero, muy pronto para mí y mi hijo, pero muy tarde para un curso ya empezado. Me puse al día en tiempo récord. Me puse al día y puse al día. No puedo decir que fuera fácil ni que encontrara mucho un apoyo. Pero gracias, Orientadora, y gracias 2ºA y 4ºA.

Llegas madre, eres madre, nadie sabe hablar contigo si no es para preguntarte por tu hijo, por cómo has pasado la noche, por cómo llevas la distancia, la separación… Y tú, sobre todo en el desayuno, quieres hablar de lo que has hecho siempre: de docencia, teatro, deporte, lectura… pero sientes que el discurso choca contra el muro de quienes no saben verte de otra forma. Es duro; hace un año, de 36 que tengo, que soy esto, pero han anulado todo lo demás. Yo no, yo sigo, pero no puedo compartirlo porque no es compatible para muchos.

Recuerdo un comentario de alguien sociable y afectuoso. Alguien que me cayó muy bien, pero expresó algo incómodo. Le conté un poco de mí, compartimos nuestras aficiones, le enseñé algún dibujo. «¡Qué guay tu autoconcepto!». Autoconcepto. A veces dudo si fue algo mal expresado o si yo lo entendí mal. Aquello que le conté fue recibido como autoconcepto, no como experiencias reales. Sus vivencias no distaban mucho de las mías, salvo nuestra especialidad y la crianza. Pero mi relato de la vida era, a sus ojos, autoconcepto.

Este año empiezo otro curso atípico. Para mí todos han sido diferentes al anterior, no iba a ser este una excepción. Pero al haber empezado cuando toca, al presentarme como «Eva, de inglés» y no ser «la que estaba de permiso de maternidad», despeja la cortina de puertas que estaban abiertas porque yo nunca las cerré. Y termina una etapa en la que trabajar en lo que me gusta, que tan feliz me había hecho antes, me hizo sentirme profundamente desgraciada.

Nos deseo un buen comienzo de curso.


¡Qué bonita es la primavera desde aquí!

Desde este ático que nos hace grandes.

Desde este lugar de tenues sofocos.

¡Qué bonito es el mundo desde la altura del ventanal sucio por la huella de tus diminutas manos húmedas de vete tú a saber qué! Traslúcido de tus besos con lengua al cristal por el que vemos la lluvia y vimos la nieve. Parece que ambos viéramos la primavera por primera vez: tú desde mis brazos; yo, desde tus ojos.

Y el cristal por el que vemos la vida, cuando hace bueno, da paso a la nuestra para señalar más pájaros cada vez, esos a los que, con un gesto aprendido, mostrando y ocultando la palma derecha les dices «ven, ven». Pero no vienen: vuelan y tú los sigues hasta donde llega tu vista. Somos espectadores de este milagro. Que nadie toque nada.

¡Qué bonita es la primavera desde aquí!

Desde este ático que nos hace grandes.

Desde este lugar de tenues sofocos.

Desde mi maternidad.



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