Recuerdo con exactitud su voz, sus gestos, su risa sibilante, su sonrisa desdentada, sus historias recurrentes, el tabasco en sus croquetas.
Es todo tan auténtico más de 23 años después que aún hablo de ti contigo y pronto, si es que las hubo, mi discurso deja de tener referencias en tercera persona.
Si por alguien me he sentido realmente querida es por ti. Tu sentido de la justicia, tu empatía para conmigo y la confianza que depositaste en mí nos hizo inseparables. Fuimos compañía el uno para el otro, por eso, abrazada a la silla que solías ocupar en casa, me enfadé con el mundo cuando te fuiste. Sin embargo y, aunque tiendo a mirar lo que ya no tengo, pienso que fue bonito vivirte doce años de mi vida, pese a que ahora me resulta tan raro como envidiable ver adultos con sus abuelos.
67 no son años para morir. Aunque a mí entonces me parecían milenios por lo mucho que se notaba que hacía tiempo que te faltaba vida. Tendrías ahora 90 y, de forma egoísta me gustaría verlos. Un deseo que se me diluye en el recuerdo de las veces que tenías que pararte al caminar porque el aliento no te acompañaba. Y la calma que ya pedías cuando venías por las tardes a esa casa en la que nos quedábamos solos y hablábamos como si yo no tuviera la edad que tenía. Y, de pronto, te acariciaba la frente, te dejabas caer y te dormías sobre la mesa susurrando: “consuelo, eres consuelo”. Tú lo eras para mí.
Ahora te evoco con más fuerza cada día. He hecho abuelos a quienes te hicieron abuelo a ti. Abuelo y, sin embargo, no te llamé abuelo si no era en tercera persona con quienes no lo entenderían. Pero bueno, así somos en casa. Tampoco llamo “tito” a mi tito más cercano. Los títulos son títulos; los vínculos van más allá. La predilección es un triunfo que te llevaste por derecho y se mea en los trofeos que ganaste jugando al dominó.
Te extraño, consuelo.
Te quiero, papa.
El Niño Emoji se ríe con una boca de dientes que aún no tiene y ruge como un león cuando tiene hambre.
El Niño Emoji bebe leche de su madre con jersey morado, hace caca con ojos que sonríe y, cuando duerme, sus ronquidos son tres “z” escalonadas.
Sus abuelos tienen nubes en el pelo y, cuando lo miran, salen a su alrededor iconos de amor y fiesta.
El niño los mira con estrellas en la cara y sus padres observan todo con corazones por ojos.
El Niño Emoji es un bebé que tiene el cabello en una sola hebra sobre la frente, aunque haya nacido con una melena negra que provoca emoji de sorpresa en todo aquel que lo ve en persona por primera vez.

Dedicado a quienes respetan (de forma activa y pasiva) la decisión de unos padres de no difundir imágenes de su hijo.
ELLA
Ella ha calmado el ardor de mis rodillas magulladas con sus apacibles soplidos mágicos.
Ella ha cosido y remendado mis primeras prendas y mis escudos.
Ella forró con mis torpes dibujos su fortaleza y sopló, paciente y convencida, cada taza tan llena de nada que mis manos diminutas le acercaron.
Ella ha aplaudido cada logro, cada canción, cada baile y cada “yo sola” superado.
Ella ha cambiado el curso de mis lágrimas con sus pulgares.
Ella dijo sí a mis sueños ocupando un lugar en un patio de butacas cada vez más lejos de su sofá y sus quehaceres.
Ella silencia los chasquidos del monstruo de debajo de la cama, enmudece los crujidos del armario en la noche y extingue la lava que quema si saco el pie. Y apaga la luz cuando se va, dejando conmigo su calma hasta que una tenue claridad trae de nuevo el aroma de su café, aquel que aprendió a hacer con una mano. Y, en dos segundos sin mirarla, ha cambiado mi paisaje, ha trenzado mi pelo, ha corregido tres veces la molesta costura de mi calcetín.
Miras y no sabes cuánto hay de ella en mí ni cuánto de mí en ella.
Ella tiene un nombre para todos, pero yo la llamo “mamá”.
Esta mañana hacía una reflexión en Twitter. Me he permitido una mañana ociosa. La situación lo hace posible y yo no voy a sentirme culpable.
Llevo varios días pensando en esto. Si el confinamiento hubiera sido un año antes, me habría venido mucho peor. ¿Qué estabas haciendo hace justo un año? ¿Cómo te habría cambiado la vida? Así me respondían @beatrusca y @anaruize , que han hecho esta misma reflexión, sacando lo positivo de una experiencia que no lo es.
Hace un año habría estado más sola y con menos capacidad de reacción que este año. O, al menos, eso creo si miro atrás.
Vivía sola porque estaba convencida de que era algo que había elegido yo. Estaba equivocada porque me convenía. Tenía mi residencia (ahora sé que es “segunda residencia” aunque no tengas tal cosa como “primera residencia”) en una urbanización que me habría facilitado la sensación de libertad por sus zonas comunes, normalmente deshabitadas. Tenía un balcón-terraza desde donde podría oír el eco de mis aplausos y no sé si algunos más. Allí leía al sol y brindaba una vez a la semana con copas de cristal. Tenía más vida social que en toda mi existencia. Salía al menos un día cada semana con un mínimo de 7 personas. Pero, a la hora de la verdad, solo podía contar con 2 y no estaba muy segura de esa suma. Una de ellas, ajena al grupo, cocinaba de más a propósito por si pudiera gustarme lo que había preparado. Acabando su tratamiento de quimioterapia, se preocupó por mí porque supo que, semanas atrás, yo había pasado sola y semi-inconsciente una infección de garganta; que desaparecí un fin de semana, pero mi coche seguía ahí; que no se me veía salir a leer al jardín. Que a esa persona le preocupara que yo estuviera sola, me hizo darme cuenta de lo sola que yo estaba. Por mi propia voluntad, había descartado, tras ese trance, a quien no había estado a la altura de las circunstancias. La soledad trajo más soledad. Me volví un pelín más hermética.
Eran unos días en los que una persona me hizo promesas que otros ya hicieron por inercia y no cumplieron. Pero esta vez, si no venía una pandemia, él las cumpliría. Y las cumplió casi al instante. Así fue progresando la persona que soy ahora. Aquella que una noche de abril se sintió la más valiente. Bueno, varias noches. La vida se iba pareciendo cada vez más a algo real, más próspero. Así fue posible también que hoy la comparta con quien ahora me acompaña a cada paso.
Este año, semanas antes de que el mundo se parara ahí afuera, habíamos refunfuñado por hacer maleta y kilómetros cada fin de semana por obligación. De tener que separarnos a menudo, de echar de menos, de cargar el coche dejando cosas atrás, de trabajar y estudiar a la vez, de aguantar un desaire encubierto de quien menos lo esperábamos…
Y yo, ahora con nuestro hijo dentro, aunque mis prioridades, por sentido común y prescripción médica debían ser el deporte y el reposo, me veía atada a las exigencias de una vida que no facilita el descanso. Hasta que nos ha puesto aquí. Quien me conoce bien, sabe que tampoco ha sido un camino de rosas y sabe cuál es mi mayor queja, qué injustica he soportado y cuál es mi mayor inquietud estos días. No celebro, no es una fiesta, yo también estoy viviendo el duelo. La diferencia es que, este año, puedo.
Hoy es el cuarto lunes del confinamiento que nos ha llevado a observar ciertos patrones de conducta, cuanto menos, curiosos.
Si hace poco os hablaba de la inutilidad demostrada por los influencers en tiempos de pandemia, hoy se puede ampliar esta información con datos cualitativos basados en la mera observación tanto de estos personajes como del resto de los mortales.
Con el paso de estas semanas, nos hemos ido adaptando a las circunstancias – unos mejor que otros – y hemos ido adecuando nuestras rutinas a los acontecimientos. Resulta curioso cómo los ciudadanos hicieron acopio de papel higiénico aunque nos avisaran de que no habría desabastecimiento. Literalmente, la primera necesidad imperiosa fue salvarnos el culo.
La segunda, valorar nuestras carencias surgidas por la comodidad de lo que he delegado siempre en otros. Así pues, por poner un ejemplo, la generación nacida con internet, sabe manejar un dispositivo táctil con apenas dos años, pero crece sin saber adjuntar un archivo en un e-mail o llevar al día las aplicaciones de aprendizaje a distancia, algo que hemos tenido que aprender/enseñar en tiempo récord.
Otras personas, en el momento en el que han cerrado los salones de belleza, han descubierto la inutilidad y la dependencia que provoca llevar uñas de material artificial. Por no hablar de quienes en menos de quince días han sentido la urgencia de cortarse las puntas en casa.
Yo soy una de esas personas caseras con mucho ocio solitario y bastante independiente desde pequeña. Por eso supongo que puede que no sea tanto el aburrimiento sino el deseo de mantenerse ocupado en estos días de desasosiego y noticias dolorosas.
Y, de pronto, nos cortamos el pelo en casa, nos ocupamos de la higienización de nuestra vivienda y somos gestores absolutos de nuestro aseo personal. Sistematizamos compartir lo cotidiano como algo extraordinario: nos contamos las llamadas telefónicas que hacemos o recibimos, compartimos las recetas más básicas, reciclamos nuestra ropa…
Han pasado 4 fines de semana y hemos sobrevivido sin pedir comida selecta a casa, sin recibir tratamientos de estética y dejando a un lado la ropa incómoda.
Quienes no sabían cocinar, se interesan por aprender de la gastronomía más elemental y comparten su experiencia. Ahora hacemos pan, bizcochos caseros y recetas de toda la vida. Nos interesan los juegos de ingenio y las manualidades. Llenamos las terrazas, las nuestras, los afortunados. Redecoramos y admiramos los espacios exteriores, valoramos la luz natural, abrimos las ventanas y respiramos. Apreciamos la compañía: la que tenemos y la que nos falta. Aplaudimos cada día en el balcón y nos fascina compartir que hacemos algo a la vez. Tenemos en cuenta la importancia de mantenerse en movimiento, de estar activo, de hacer ejercicio… y también de parar, de mirar para adentro y analizar nuestras necesidades. Nos vestimos y hacemos de ello un acontecimiento. Festejamos salir de la cama, dedicar un rato a la lectura y dedicarnos a cosas que solemos aplazar por pereza.
Si hay algo que todos tenemos en común es que estamos volviendo a lo esencial, a lo más primario. La vida nos está indicando qué necesidades son básicas y cuáles son autoinfundadas. Y qué cosas podemos hacer por nosotros mismos pero no nos dio la gana porque es más cómodo delegar.
El aislamiento nos hace ver, por si no nos habíamos dado cuenta, el disparate de vida que llevábamos, separando lo esencial de lo que no lo es tanto. Nos lo cantó un oso en libertad, “un oso dichoso, un oso feliz”. Baloo entona el himno de lo que en estos momentos vivimos, dándonos cuenta ahora de que lo que necesitamos está más a nuestro alcance de lo que creíamos. Y, si no, pues lo creamos.
Hago números y tiemblo al darme cuenta de que ya hace más de 10 años desde que conocí el término vlog. Vino Alberto (aviso, Alberto era muy tonto, pero no lo sabíamos) a decirnos a Rafa y a mí que había visto algo y que había pensado en nosotros, ya que ambos hacíamos teatro. Consistía en grabarte en tu casa contando loquefuera y subirlo a YouTube. Rafa y yo nos miramos confusos, pero pusimos nuestra opinión en cuarentena (duele esta palabra ahora) hasta tener claro en qué consistía todo esto. De vuelta a casa, yo le hablaba a Rafa de que yo seguía a “gente que hace cosas” en YouTube: “lo mismo veo una receta, que un tutorial de maquillaje de diario, que cómo hacer pulseras con gomas de colores”, le dije. Que alguna vez había estado tentada de hacer algo de eso, pero me daba no sé qué estar expuesta, recibir críticas para las que no estaba preparada, quedarme sin contenido o no saber gestionar el tiempo empleado en esa nueva afición y mi vida en ese momento. Tampoco contaba con equipo de calidad ni la técnica suficiente como para editar vídeos… Yo misma subía contenido de vez en cuando, pero solo para mis amigos. A los pocos días, Alberto nos manda un enlace: se ha hecho un vlog. Algo para lo que no estábamos preparados. El primer vídeo consistía en una presentación personal: decía su nombre, procedencia, edad, estudios, trabajo… “No lo veo, Rafa, no lo veo, ¿esto es lo que quería que hiciéramos porque somos actores?”. Poco a poco empezó a subir contenido participando en retos que veía que hacían otros o que, directamente, le habían dicho otros vlogueros que hiciera. Se grababan diciendo trabalenguas, haciendo juegos, haciendo una receta en un tiempo muy limitado… y se peloteaban mucho, muchísimo en los comentarios con el objetivo de tener muchos “me gusta” y muchos comentarios positivos que les hiciera ganar subscriptores con el objetivo de… no sé. No sé acabar esa frase. Una de esas vlogueras consiguió salir en el videoclip de otro. Ese fue el alcance de esa ola.
Y todo aquello creció, aparecieron otras redes sociales y gente nueva a la que las marcas le pagaban por dar su opinión, por recomendar sus productos, por acudir a sitios y eventos. E hicieron de eso una profesión de “nuevos ricos”. Nunca dejó de sorprenderme la capacidad que tienen algunos de ellos de fomentar las ventas e interferir en las opiniones de los ciudadanos de a pie. De pronto, ves sus caras en programas de televisión de cierto prestigio donde no entrevistan a cualquiera, o eso pensábamos. Claro que, igual que los publicistas cambian sus estrategias, muchos sectores han tenido que actualizarse y reconocer y explotar el impacto de estas “nuevas celebridades”.
Si buscamos quiénes son los influencers más influyentes en nuestro país, lo mismo te suena la cara, pero no el nombre o al revés, o no sabes absolutamente nada de esas personas. Yo, aunque no los sigo porque me cansan, sí que me confieso una curiosa del movimiento. A algunos los conozco a través de cuentas de humor que hacen parodia con sus actitudes. Y mirarlos y reírme con otros usuarios de las redes, me entretiene. Y a Jordi PimPam también.

Buscas sobre estas personas y te las presentan como difusores de moda, opinión, lifestyle… te cuentan que sus visionados subieron como la espuma por su frescura y naturalidad, pero no te dicen haciendo qué. La mayoría son modelos que hacen viajes y comen en restaurantes con unas prendas que te describirán en otra publicación. Te enseñan sus compras, sus armarios, su habitación… se hacen fotos con famosos y con otros influencers. Te venden su marca, su relación y hasta a su madre si hace falta. Estilo, viajes, moda… son palabras que se repiten en bucle.
Y, de pronto, viene un virus que paraliza a todo el planeta, incluso a ellos. Esta gente que a menudo aparece en sus stories en pijama, te quiere convencer ahora de que hay que vestirse aunque estemos encerrados. Dan consejos que desmontan y denuncian médicos y científicos y, entonces, reconocen sentirse inútiles ante esta situación.
Ha venido Covid-19 (aparte de a hacer mucho daño) a bajarnos los humos, a ponernos los pies en la tierra y la realidad en la cara. Ahora, influencer, no puedes presumir de tu último lujo guardado en un garaje hasta nueva orden. No tiene sentido enseñar con qué combinas tal o cual pantalón o diadema, ni lo bien que te haces el eyeliner. Nos da igual la marca de tu highlighter y de los zapatos con los que pisas esos sitios exclusivos a los que ahora no puedes ir. Llevas días sin publicar unas uñas de gel recién hechas, el movimiento sexy al acostarte en una camilla de masaje o la keratina supercara que recomiendas hacer cada poco, aun sabiendo que tu público no puede permitírselo.
Así, hay vídeos de personajes de esta calaña pidiendo por favor, en plena alerta sanitaria, que vaya alguien a casa a llevarles sushi, una Termomix, o algún tipo de servicio, como cortarse las garras sintéticas porque eso tiene que hacerlo un profesional. También he visto a otros pidiendo ideas de contenido que subir porque están sufriendo ataques de ansiedad al ver que otras personas son creativas más allá de poseer el arte de lucir palmito, un valor tan decreciente con la que está cayendo. Saldremos de esta y muchos no aprenderán a distinguir lo que tiene urgencia, aunque el confinamiento les esté haciendo ver que han dedicado años de su vida a absolutamente nada, porque muchos de ellos reconocen no saber hacer la compra, ni la comida, ni los cuidados más básicos que aplicas y te aplicas cuando eres una persona adulta y autosuficiente.
El sector publicitario supo reinventarse. Los nuevos productos, sin embargo, encuentran ahora dificultades para adaptarse a la situación demostrando que son solo competentes en la que podría ser calificada como la profesión más frívola e inservible del siglo. El arma que les queda es el lloriqueo, la avalancha de “lo he visto hacer y yo también lo hago” sin compartir la fuente cuando comparten vídeos de fitness sin haber hecho deporte nunca o recetas saludables sin tener ni idea de nutrición. Pedir ideas a los followers para que le digan qué quieren ver (¿queréis ver cómo me seco el pelo?), compartir bulos por pura ignorancia y subir fotos de archivo. O, simplemente, pedir que se le agradezca su colaboración pidiendo la de los demás ciudadanos, como este lumbreras al que le contesté sin tener ni idea de que mi comentario tendría más repercusión que su tweet, demostrando así que, fuera de tu submundo virtual, somos todos unos completos desconocidos:

El crédito que tuve hace unos años como tutora de una clase de 1º de ESO fue nulo y las cifras jugaban en mi contra. Trabajábamos una sesión de orientación laboral y, entre las profesiones más deseadas por mis alumnos y los de mis compañeros tutores salían youtuber, influencer y cantante urbano. Porque, alegaban, para ninguno hacía falta ningún tipo de formación, ya que tenían varios referentes en redes sociales y la estadística les daba la razón. El tiempo también ha demostrado que, a la hora de aportar algo real como ciudadanos, esa influencia y prestigio virtual no nos sirve para nada.
17 de marzo de 2018. Nadie se imaginaba lo que íbamos a estar viviendo dos años más tarde.
Aquel día, mi familia se hacía los 300 kms (ida y vuelta) que nos separaban para celebrar conmigo un cumpleaños anticipado. Por la noche, cenaba en un japo de Granada con Laura y, de madrugada, me montaba en un autobús con 33 adolescentes y 4 adultos más para hacer un viaje de inmersión lingüística a Salisbury.

Nuestra máxima preocupación era que no cundiera el pánico de los padres ante la noticia de los riesgos de contaminación por gas nervioso en nuestra ciudad de destino tras el envenenamiento de un exespía ruso hacía unas semanas y que, prácticamente, acabábamos de saber. Nuestra segunda preocupación era saber cómo íbamos a llegar a Salisbury después de desviarnos de dos aeropuertos por la nevada caída a lo largo de los últimos días en todo el país. Y, nuestro primer objetivo apaciguable era, ni más ni menos, nuestro propio jefe de departamento: JC, tan asustadizo como fácil de sosegar. Perdí la cuenta de las veces que repitió “queroseno”. Luego también decía mucho “gas nervioso”, “Zizzi” y “leche caducada” y hacía recuento de alumnos y libras una y otra vez. Más adelante, su (y nuestra) palabra favorita era “Ruper”, seguida por “moat”, “magpie” y “hothouse flower”. Lo peor que nos pasó fue haber tenido algún temor. Nada malo ocurrió en realidad.
En ese viaje lo dije: “Begoña, quiero ser madre”. Ella ya me había hablado antes, con total sinceridad, de algunos acontecimientos de su vida privada. Siempre me sorprendió que lo hiciera conmigo. Sin embargo, lo hizo con una espontaneidad y una confianza que erigieron los cimientos de esta conversación. “Normal”, me respondió. Pero para mí no lo era. Era la primera vez que lo verbalizaba y eso me llevó a contar por qué no lo había hecho antes y qué consecuencias podría tener reverlarlo en el que entonces era mi entorno.
Dos años después, te estoy esperando y hasta hace unos días, antes del encierro por alarma sanitaria, pensaba: “¿a qué mundo te traigo?”. Creo que una madre siempre se cuestiona este tipo de cosas. Es en el momento en el que sospechas que hay alguien dentro de ti cuando empiezan los temores. El día de las dos rayas veloces que mi orina pintó en el test de embarazo, maldije la copa que me tomé en la feria de Andújar y el medio ansiolítico que guardaba para casos extremos prometiéndome que nunca más volvería a tener; las piruetas del yoga autodidacta y el sobreesfuerzo del footing cuando mi cuerpo decía que no.
No sé de cuánto podré salvarte, solo cuento con la certeza de lo mucho que me estás salvando tú a mí en estos momentos.
Fui consecuente con mi deseo. La apuesta fue considerable. De pronto, apareció en mi vida alguien decidido, sin miedo, con muchas ganas de vivir, de hacer vida conmigo y de crear algo más grande que nosotros mismos: a ti. La noticia llegó en un momento crucial en el que la inquietud nos había mantenido en carretera pendientes de un alta hospitalaria. Tuvimos el tiempo justo de recuperarnos del susto para asistir a una boda importante en la familia y ahí estabas tú. Ya lo sabíamos. Supiste cuándo llegar.
Yo solo espero, hijo, que igual que supiste aferrarte a la vida en un cuerpo que creía que no podía darla y traer la alegría a mi casa, llegues en un momento en el que haya pasado este… ¿cómo llamarlo? Encierro preventivo. Que vengas para celebrar que podemos volver a salir de nuestras casas (aunque ya sabe tu padre que a mí cuesta sacarme), que rompamos paseando las ruedas del carro que nos espera aún sin desembalar, que conozcas un mundo más limpio, menos contaminado, más solidario y más consciente.
En mayo del año pasado volvía a reunirme con Begoña. Tuve ocasión de contarle cómo había cambiado mi vida, cómo había sido de doloroso y fructífero a la vez y cuáles eran mis intenciones.
Un mayo después de la resolución, vendrás, ¡oh, loca esperanza!, tú, hijo mío.
