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Si por algo destaca para mí el curso 20/21 es por la mayor pérdida de la inocencia que he experimentado en la vida. No solo fue mi primer curso Covid (los últimos meses del curso anterior ya estaba de *baja por embarazo), también fue mi primer curso como madre.

La maternidad me hizo vivir los sinsabores de la incomprensión más absoluta y de las valoraciones prematuras. Así como el descubrimiento de la gran mentira de la conciliación familiar. Un término precioso, eso sí, que me dio, entre otras cosas, el que, hasta ahora, ha sido el peor horario laboral que he tenido en los 5 años que llevo en la pública.

Llegué, con la misma edad que el curso anterior, a dejar de ser de las más jóvenes de la plantilla. No solo cumpliría una cifra equis (más que otros compañeros, aunque menos que otros cuantos), es que era madre y, para muchos, ser madre es no ser otras cosas.

El permiso de maternidad me permitió maternar tranquilamente hasta los 6 meses y agradecida porque no hubieran sido menos. El fin del mismo me separó muchas horas y kilómetros de alguien de quien no me había separado nunca en su corta vida. Y lo sufrí muchísimo, desde las continuas ganas de llorar y el sentimiento de vacío, hasta los pechos congestionados por un bebé hambriento de madre que ya no quería dormir para así recuperar el tiempo que pasaba sin vernos. Odiaba la idea de pagar por que otra persona cuidara de él. No por el hecho de pagar un servicio que lo vale, sino por el hecho de necesitarlo cuando me moría de ganas de ser yo quien lo hiciera, aunque fuera agotador para mí. Y yo, madre intensa, dejaba a mi hijo atrás para irme a atender a otras personas que no necesitaban de mí, que podrían sustituirme sin mucho pesar, aunque sé que algunas llegaron a quererme.

El permiso de maternidad te permite llegar tarde, pero muy pronto. Llegaba a veces una hora más tarde como concesión y, a consecuencia, salía todos los días a última hora. Llegué en enero, muy pronto para mí y mi hijo, pero muy tarde para un curso ya empezado. Me puse al día en tiempo récord. Me puse al día y puse al día. No puedo decir que fuera fácil ni que encontrara mucho un apoyo. Pero gracias, Orientadora, y gracias 2ºA y 4ºA.

Llegas madre, eres madre, nadie sabe hablar contigo si no es para preguntarte por tu hijo, por cómo has pasado la noche, por cómo llevas la distancia, la separación… Y tú, sobre todo en el desayuno, quieres hablar de lo que has hecho siempre: de docencia, teatro, deporte, lectura… pero sientes que el discurso choca contra el muro de quienes no saben verte de otra forma. Es duro; hace un año, de 36 que tengo, que soy esto, pero han anulado todo lo demás. Yo no, yo sigo, pero no puedo compartirlo porque no es compatible para muchos.

Recuerdo un comentario de alguien sociable y afectuoso. Alguien que me cayó muy bien, pero expresó algo incómodo. Le conté un poco de mí, compartimos nuestras aficiones, le enseñé algún dibujo. «¡Qué guay tu autoconcepto!». Autoconcepto. A veces dudo si fue algo mal expresado o si yo lo entendí mal. Aquello que le conté fue recibido como autoconcepto, no como experiencias reales. Sus vivencias no distaban mucho de las mías, salvo nuestra especialidad y la crianza. Pero mi relato de la vida era, a sus ojos, autoconcepto.

Este año empiezo otro curso atípico. Para mí todos han sido diferentes al anterior, no iba a ser este una excepción. Pero al haber empezado cuando toca, al presentarme como «Eva, de inglés» y no ser «la que estaba de permiso de maternidad», despeja la cortina de puertas que estaban abiertas porque yo nunca las cerré. Y termina una etapa en la que trabajar en lo que me gusta, que tan feliz me había hecho antes, me hizo sentirme profundamente desgraciada.

Nos deseo un buen comienzo de curso.



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