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Esta mañana hacía una reflexión en Twitter. Me he permitido una mañana ociosa. La situación lo hace posible y yo no voy a sentirme culpable. 

Llevo varios días pensando en esto. Si el confinamiento hubiera sido un año antes, me habría venido mucho peor. ¿Qué estabas haciendo hace justo un año? ¿Cómo te habría cambiado la vida? Así me respondían @beatrusca y @anaruize , que han hecho esta misma reflexión, sacando lo positivo de una experiencia que no lo es.

Hace un año habría estado más sola y con menos capacidad de reacción que este año. O, al menos, eso creo si miro atrás.

Vivía sola porque estaba convencida de que era algo que había elegido yo. Estaba equivocada porque me convenía. Tenía mi residencia (ahora sé que es “segunda residencia” aunque no tengas tal cosa como “primera residencia”) en una urbanización que me habría facilitado la sensación de libertad por sus zonas comunes, normalmente deshabitadas. Tenía un balcón-terraza desde donde podría oír el eco de mis aplausos y no sé si algunos más. Allí leía al sol y brindaba una vez a la semana con copas de cristal. Tenía más vida social que en toda mi existencia. Salía al menos un día cada semana con un mínimo de 7 personas. Pero, a la hora de la verdad, solo podía contar con 2 y no estaba muy segura de esa suma. Una de ellas, ajena al grupo, cocinaba de más a propósito por si pudiera gustarme lo que había preparado. Acabando su tratamiento de quimioterapia, se preocupó por mí porque supo que, semanas atrás, yo había pasado sola y semi-inconsciente una infección de garganta; que desaparecí un fin de semana, pero mi coche seguía ahí; que no se me veía salir a leer al jardín. Que a esa persona le preocupara que yo estuviera sola, me hizo darme cuenta de lo sola que yo estaba. Por mi propia voluntad, había descartado, tras ese trance, a quien no había estado a la altura de las circunstancias. La soledad trajo más soledad. Me volví un pelín más hermética.

Eran unos días en los que una persona me hizo promesas que otros ya hicieron por inercia y no cumplieron. Pero esta vez, si no venía una pandemia, él las cumpliría. Y las cumplió casi al instante. Así fue progresando la persona que soy ahora. Aquella que una noche de abril se sintió la más valiente. Bueno, varias noches. La vida se iba pareciendo cada vez más a algo real, más próspero. Así fue posible también que hoy la comparta con quien ahora me acompaña a cada paso.

Este año, semanas antes de que el mundo se parara ahí afuera, habíamos refunfuñado por hacer maleta y kilómetros cada fin de semana por obligación. De tener que separarnos a menudo, de echar de menos, de cargar el coche dejando cosas atrás, de trabajar y estudiar a la vez, de aguantar un desaire encubierto de quien menos lo esperábamos…

Y yo, ahora con nuestro hijo dentro, aunque mis prioridades, por sentido común y prescripción médica debían ser el deporte y el reposo, me veía atada a las exigencias de una vida que no facilita el descanso. Hasta que nos ha puesto aquí. Quien me conoce bien, sabe que tampoco ha sido un camino de rosas y sabe cuál es mi mayor queja, qué injustica he soportado y cuál es mi mayor inquietud estos días. No celebro, no es una fiesta, yo también estoy viviendo el duelo. La diferencia es que, este año, puedo.




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